SUBMISSIONS (7): «Sueños», un relato de Manu Zapater

La llegada del verano se había hecho de rogar ese año, pero por fin parecía que la calurosa estación se había decidido a entrar por la puerta grande.

La desesperante sucesión de tormentas de la semana pasada daban paso a un sofocante calor que se había presentado de la noche a la mañana. Un implacable viento de Poniente asfixiaba sin tregua y, a pesar de estar ya cerca la medianoche, todavía costaba respirar al aire libre.

La brisa, ardiente y seca, golpeó a Marcos en cuanto abrió la puerta corredera de acceso a la terraza y no pudo evitar el gesto incómodo que le produjo. Laura estaba terminando de llenar el lavaplatos, momento que aprovechó él para echar un último vistazo a su pequeña y comprobar que dormía plácidamente después del largo día del que había disfrutado.

Hace unos meses no estaba muy convencido de que la elección de esa casa fuera la correcta, ahora se daba cuenta de lo equivocado que estaba. Las habilidosas manos de su mujer no se limitaban únicamente a la confección de trajes y prendas varias de vestir, su saber hacer también se hacía extensible al cuidado de las plantas y, con la inestimable ayuda de las pasadas lluvias, el aspecto de la terraza era inmejorable.

Todo eso, unido a la enorme tranquilidad de aquel pequeño pueblo de interior, le hizo replantearse el error que estaba cometiendo cuando insistía en buscar un ático en el centro de la capital.

Alzó la mirada al cielo despejado y la cálida brisa le acarició de nuevo con la sutil fragancia de la enredadera que cubría toda la pared izquierda de la terraza, esplendorosamente florida para orgullo de su esposa. Era un olor dulzón pero que no llegaba a saturarle y dejó escapar una sonrisa cuando recordó que también protestó cuando ella quiso comprar esa planta.

– Cariño, confía en mí,- le había dicho ella – el jazmín de noche va a ser tu flor favorita a partir de ahora.

Odiaba que ella tuviera razón siempre.

Los árboles cercanos se dejaban mecer en la oscuridad y hacían sonar sus ramas ya repletas de hojas. Un croar lejano rompía el silencio de la noche. Nada más se oía. Marcos sacó el paquete de tabaco del bolsillo de su camisa, encendió el último cigarro del día y se recostó en las cómodas tumbonas que les habían regalado sus suegros.

Y así, mirando aquel cielo estrellado, con una mano detrás de su nuca y sujetando el cigarro con la otra, sin acordarse de volver a acercárselo a la boca, se permitió por primera vez en todo el día volver a pensar en Nico.

La noche anterior se despertó empapado en sudor, tranquilizó a su mujer diciéndole que sólo había sido una pesadilla, que se volviera a dormir. Laura murmuró algo ininteligible y ni siquiera abrió los ojos. Marcos suspiró aliviado al no tener que justificar la erección que palpitaba entre sus piernas. Trató de recobrar la compostura y de dormir un poco más, pero le resultaba imposible, las imágenes del sueño que había tenido no dejaban de bombardearle constantemente. Después de tanto tiempo, después de tantos años, Nico volvía a sonreírle y supo que sería mejor levantarse y mantener la mente ocupada en cualquier otra cosa.

Una vez el Sol decidió empezar a romper la oscuridad reinante, el día transcurrió para Marcos sin pena ni gloria: trabajo mecánico, control de proveedores, corrección de horarios y atención de algunas llamadas de la oficina central. Todo esto le permitió mantener lejos a los fantasmas del pasado que, por gracia de su subconsciente, habían decidido volver a visitarle. Durante la tarde, mientras jugaba en el parque con su hija, también pudo esquivar cualquier intento de su mente por evocar recuerdos que él creía olvidados. Ahora ya no había excusas, era el momento, y él quería que lo fuera.

Unos brillantes ojos verdes empezaron a sonreírle traviesos desde lo más profundo de su mente. Comenzó a vislumbrar esas mejillas que empezaban a enrojecerse por el Sol, marcadas también por alguna pequeña marca de varicela en ellas. Cuando la imagen del rostro se completó del todo, al iluminarse con una pícara sonrisa de dientes algo separados, Marcos no pudo más que sonreír también.

Notó cierto calor en su mano izquierda y se percató de que prácticamente se había consumido todo el cigarrillo sin ni siquiera haberlo disfrutado. Volviendo de su ensimismamiento, comprobó que el reflejo de la luz de la cocina seguía indicando que su mujer todavía no había terminado allí, se deshizo de la colilla malgastada entre la tierra de una de las macetas y encendió otro cigarro como si el anterior ni siquiera hubiera existido.

Es cierto que procuraba volver la vista atrás lo menos posible, no es que su infancia no hubiera sido feliz, pero sí era cierto que no había sido fácil. Lo que no llegaba a explicarse era cómo había sido capaz de enterrar tan hondo sus recuerdos de aquella amistad con Nico. Tampoco entendía por qué tenían que regresar ahora a su vida.

Dio una calada al cigarro y, mientras el humo se desperdigaba en la oscuridad, volvió a la imagen de aquel pelirrojo sonriente que se despedía de él con la mano.

La vida en un pueblo pequeño no es fácil cuando sabes que eres diferente a los demás y que, por añadido, los demás notan esa «diferencia» que reside en ti. También es mucho más duro si encima estás solo y no puedes compartir nada de lo que sientes por miedo al rechazo, por miedo a darles la razón a aquellos que te gritan «mariquita» cada vez que se cruzan contigo, por miedo a que esos gritos vayan a más y se transformen en golpes, por miedo a ser la vergüenza y la deshonra de la familia.

Marcos sufrió todo eso, sí, y por eso puso pies en polvorosa en cuanto tuvo la menor excusa para escapar de aquel patético escenario, pero no siempre estuvo solo. Hubo un tiempo en el que llegó a ser muy feliz, en el que compartía las horas con alguien con el que podía ser él mismo sin ningún tipo de miedo. Nico le aportaba todo eso, todo lo que el resto del mundo le obligaba a ocultar, con él consiguió romper esas cadenas que le imponía la sociedad y llegó saborear esa libertad, compartida y secreta, que ambos empezaban a descubrir.

Pero Nico se marchó. Acabado el curso escolar, lo que según su madre eran unas vacaciones en Barcelona, resultó ser una nueva etapa para ella y sus hijos lejos de un matrimonio herido de muerte y por el que ella ya no estaba dispuesta a seguir luchando. Nico cogió su maleta y se despidió de su amigo Marcos sin saber ninguno de los dos que ésa sería la última vez que se verían. Y así salió de su vida.

Marcos había desterrado de su mente todos esos recuerdos, el paso del tiempo borró todo aquello y, hasta la noche anterior, nunca había vuelto a pensar en su viejo amigo. Y ahora, tumbado con la mirada perdida, revivió cada momento con él, cada caricia furtiva, cada juego de descubrimiento entre dos niños.

– ¿Cuánto hace de eso? Madre mía, más de treinta años seguro.

– ¿Y ahora también empiezas a hablar sólo?- intervino su esposa desde el quicio de la puerta de la terraza.- ¿Ya voy a tener que empezar a preocuparme porque se te empiece a ir la cabeza?

Laura le devolvió a la realidad tan de golpe que ni siquiera fue capaz de contestar a la burla de su mujer. Ella, sabiéndose ganadora de ese asalto, avanzó lentamente hacia el asiento de su marido vestida únicamente con una vieja camisa deshilachada, se iba recogiendo su larga melena negra en una cola de caballo improvisada, mientras dejaba al aire su delgado y suave cuello.

Odiaba que su marido fumara, pero ambos habían llegado a cierto acuerdo no verbal en el que él nunca fumaría dentro de la casa y ella nunca le besaría justo después de haber fumado. No había reproches, no había malas caras, sólo había respeto mutuo.

Viendo acercarse a su mujer, insinuando sus delicadas curvas bajo la tela ya algo raída de su camisa, Marcos no pudo evitar sentir una especie de punzada en su interior, se sentía como un adolescente al que habían descubierto masturbándose en secreto. Por primera vez en todo su matrimonio sentía esa sucia sensación de ocultarle algo a su mujer y lo único que sabía con certeza era que eso no le gustaba. Sacudió mentalmente la imagen de Nico de su cabeza y se centró en ella.

– Dime… ¿Qué es eso que te pasó hace más de treinta años y que te tenía tan absorto?- ronroneó su mujer junto a su oído al tiempo que comenzaba a acariciarle el cuello.

Al sentir el cálido aliento de su mujer tan cerca de su rostro no pudo evitar el saltar como un resorte. Se puso de pie de golpe, tratando de zafarse de alguna manera, ya no de su mujer, sino más bien de esa situación que le hacía avergonzarse de él mismo como hombre y que le hacía sentirse vulnerable y desnudo. Notaba como el rubor iba ganado terreno por toda su cara y agradeció que la oscuridad de la terraza le permitiera, al menos, disimular en cierto modo esa reacción involuntaria de su cuerpo.

Antes de que Laura ni siquiera pudiera asimilar la inesperada reacción de su marido y pedir cualquier tipo de explicación, Marcos tuvo un pequeño golpe de suerte que desvió la atención de lo que acababa de suceder: parecía que la niña se había despertado y solicitaba con voz dormida la atención de alguno de sus padres. Bendita voz lastimera y salvadora a la vez.

Marcos se giró hacia su mujer y la besó en la frente. No sin antes acariciarle uno de sus pechos desnudos, el cual respondió a la caricia endureciendo la zona de la aureola.

– Ya me encargo yo, cariño- le susurró dulcemente. Y, retomando la compostura perdida hacía menos de un minuto, entró en la casa en dirección al cuarto de su hija.

El débil punto de luz que ayudaba a su hija Claudia a superar su terrible miedo a la oscuridad fue suficiente para intuir claramente el pequeño cuerpecito que se había incorporado en la cama a la espera de obtener respuesta a su llamada.

– No quiero dormir más – dijo la pequeña en cuanto su padre apareció por la puerta.

– Pero todavía es muy de noche, peque, ¿no ves que ni siquiera cantan los pajaritos? Venga, hacemos un trato, yo te leo un cuento y tú vuelves a acostarte, ¿Vale?

– Vale.

La pequeña volvió a tumbarse y a taparse bajo las sábanas. A Marcos le sorprendía que su hija continuara tapándose hasta la barbilla incluso con el intenso calor que envolvía toda la casa. Pero no le dijo nada, encendió la luz de la mesita de noche, escogió uno de los libros que su hija acumulaba allí y se dispuso a cumplir con su parte del trato.

La pequeña Claudia no tardó en dejarse vencer de nuevo por el sueño, Marcos dejó el libro de cuentos con los demás y comenzó a acariciar la frente de su hija.

Mientras observaba dormir a su hija no dejaba de repetirse lo feliz que lo hacía. Tanto ella como Laura era por lo que luchaba en este mundo y, sí, puede que las cosas hubieran resultado de mil formas distintas y, sí, puede que en su fuero más interno, todos esos recuerdos que ahora le bombardeaban le estuvieran haciendo cuestionarse cosas que creía superadas hace mucho tiempo atrás.

¿Qué habría pasado si Nico no se hubiera marchado? ¿Qué habría sido de su vida si se hubiera rebelado contra lo «correcto»? ¡Qué distinto habría sido todo en otras circunstancias! ¿Habría sido feliz si hubiera seguido ese camino? A fin de cuentas ahora ya tenía todo en su vida: una familia a la que quería, un trabajo que le permitía disfrutar de los suyos, una buena casa, grandes amigos… ¿De qué le iba a servir seguir torturándose por algo que pasó hace tantísimo tiempo?

Aún así no podía seguir ignorando la idea de que si esos recuerdos estaban aflorando de nuevo tendría que haber alguna explicación lógica para ello, se negaba a creer que todo fuera casual, pero también tenía pánico a obsesionarse y acabar preocupando a su mujer como sentía que había hecho veinte minutos antes.

Besó la frente de su hija, apagó la lamparita dejando el cuarto en una semipenumbra en la que Claudia se sentía segura y volvió de nuevo al encuentro de su mujer.

La silueta recortada de su esposa continuaba en la tumbona y Marcos se tomó un minuto en observarla de arriba abajo. Sabía que la amaba, sabía que le excitaba después de tantos años, primero de novios y luego ya como marido y mujer. Gracias a ella pudo acallar muchas bocas, por fin pudo arrancarse el cartel de «marica» que había tenido que soportar a lo largo de toda su infancia y gran parte de su adolescencia. Pudo construir una vida a su lado y todo resultaba mucho más fácil con ella. «Sí, la amo, basta de gilipolleces» se dijo a sí mismo.

Caminó hacia su esposa, le acarició suavemente el pelo y no pudo evitar dejar escapar un suspiro mientras sus manos se detenían a la altura de los hombros.

– ¿Me vas a decir de una vez qué coño te pasa?- le espetó ella de repente.

– Nada, sólo pensaba en la suerte que tengo y en lo mucho que te quiero.

Conforme pronunciaba las palabras, un cosquilleo comenzó a recorrerle todo el cuerpo, llegando a concentrarse en sus testículos, mientras sus manos descendían acariciando cada centímetro de ella. Marcos notaba como el calor y la humedad del cuerpo de Laura delataban la pasión que también se iba despertando en ella.

Ambos dejaron de hablar, permitiendo que sus cuerpos siguieran comunicándose entre ellos. Ella dejó que él la guiara hasta el dormitorio. Él no tardó en deshacerse de la camisa que cubría la desnudez de ella. Esa noche hicieron el amor durante horas.

Esa noche Marcos volvería a soñar con Nico.


 

«Sueños» es un relato de Manu Zapater, @Tranion en Twitter. La imagen que aparece en el enlace del post es de Michael Leonard, del que hemos hablado algunas veces en Gayumbos -y volveremos a hacerlo-.

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